El lugar se encuentra en un sótano sin ventanas, bajo un gran cartel, y al entrar parece una peluquería de las que tantas veces he visto en el cine americano de los cuarenta, algo deliciosamente típico. Un montón de peluqueros de orígenes diversos, rozando la senectud, trabajando cada uno en un "puesto" junto a la pared. Este puesto incluye una silla desgastada de color rojo, un espejo sucio con fotografías de la parienta, de los hijos y estampitas del Sagrado Corazón, y unas tijeras de cortar el pescado. Sorprendentemente, también suele incluir un cliente. En este caso yo.
Nada más llegar me asignaron un tal Marco, un hombre casi en la tercera edad que me preguntó con un fuerte acento cómo quería el corte. Yo normalmente respondo algo abierto, "creativo", "con movimiento", etc. pero en este caso y visto el percal di instrucciones precisas que fueron precisamente ignoradas. Veo una bandera de Cuba y le pregunto si viene de allí. Empezamos a hablar en castellano. Me informa sobre dónde comprar aceite español (Carbonell en New Jersey, donde hay una comunidad de cubanos...). Yo intento confraternizar para ver si le caigo bien y se esfuerza un poco más (léase algo). Error. Erreur. En lugar de cortarme el pelo mueve las tijeras en el aire, las cierra distraídamente pero se queda a centímetros de mi pelo. Entonces, con la confianza, se pone a contarme la vida de su abuelo, un castellano que emigró, construyó un imperio de transporte y fue despojado de sus bienes por el régimen Castrista. Yo asiento a todo, nervioso, con ganas de salir corriendo, dando la razón, poniendo muecas de conmiseración. El se va calentando. Y de pronto me suelta... "Es que Castro era español". Y entonces, miedo. Terror. Terreur. El viejecito con las tijeras se convierte en un criminal. O casi. Me pregunta si quiero gel y yo -que llevo asintiendo par default media hora- digo que sí. Entonces mete los dedos en un bote con algo blanco y pringoso y me lo pone en los cabellos. Noto los pelos estremecerse. Reprimo un aullido. Me da una palmadita en la espalda y me dice que voy muy elegante...
La pesadilla ha terminado. Llego corriendo a casa, me lavo la cabeza y juro ahorrar hasta poder permitirme un peluquero normal o dejarme barbas hasta que regrese a España.