sábado, febrero 23, 2008

Concierto: The Magnetic Fields, NY

Es complicado. Stephin Merritt dice odiar los conciertos y no entiende cómo a la gente le gusta ir a verlos. Su discográfica, en cambio, le obliga a salir de gira para hacer dinero (ver el excelente artículo de David Byrne en Wired). Obviamente, ante tales premisas, lo más sabio para cualquier aficionado a The Magnetic Fields sería no ir a verlos. Y sin embargo... sus canciones nunca suenan más hermosas, más limpias, más cuidadas que durante sus conciertos acústicos, libres de virtuosismos y rayadas spectorianas.

El pasado jueves (21-2-2008) Merritt iniciaba la gira en el Town Hall neoyorquino dando muestras de su tradicional indolencia. Primero salieron los teloneros: un "grupo" llamado "Interstellar Radio Company" que tras una introducción mencionado referencias de Orson Welles en la Mercury y varias tonterías conceptuales, hicieron una versión radiofónica del cuento Tell-Tale Heart de Poe (en resumen: un actor curiosamente llamado Adam Green -no, no ése- haciendo las voces, un músico al piano y un chaval haciendo ruidos cortando pepinos). La actuación estaría bien para una radio pero quedaba muy ridícula sobre el escenario, aunque era quizás lo único presentable antes del tenue y silencioso grupo de Merritt (dicen que los teloneros no se pueden "comer" al grupo principal).

Finalmente, ante la ovación general, allí estaban los cuatro Magnetic Fields: la pareja de hecho guitarra + violonchelo, Gonson al piano y Merritt con un instrumento no identificado parecido a un banjo grande. También estaba Shirley Simms, la voz femenina más presente del 69 y de Distortion, que interpretó bastantes canciones.

Nada más salir a escena anunciaron que el concierto iba a tener dos partes divididas por quince minutos de intermedio. ¿Buenas noticias? Pésimas. Estaba claro que ninguno de ellos quería estar ahí y se cuidaron de tocar lo menos posible. La primera mitad duró exactamente 45 minutos, una buena parte dedicados a un diálogo en principio ridículo entre Merritt y Gonson sobre cuatro asientos vacíos en primera fila. Claudia quería que alguien de pie los aprovechara; Stephen insistía que esos asientos pertenecían a alguien en su derecho de pagar y no venir. La broma del principio se hizo primero aburrida (tras cada canción Clauda repetía el comentario) y luego reveladora, pues empecé a pensar que en realidad el propio Merritt había comprado esos asientos como protesta y guía para admiradores de buen corazón: compra tu entrada para que la empresa me deje tranquilo pero después quédate en casa escuchando el disco, no vengas al concierto. Tras los 15 minutos de descanso en los que la sala se hizo de oro vendiendo cerveza a precio de champán francés, empezó la segunda parte: 25 minutos, a los que añadir 5 minutos de aplausos de puro teatro hasta que el grupo volvió a salir para "regalar" otros 10 minutos y otros 5 minutos de aplausos finales.

Quitando la racanería y la evidente falta de ganas, la música fue excelente, como siempre. Quisieron hacer un concierto complementario a la anterior (y muy superior) gira por lo que evitaron las grandes canciones (Papa Was a Rodeo, Busby Berkeley Dreams, All my little words, etc.) y tocaron muchos temas de discos anteriores al 69 (para mi desconocidos), algunas raritas del 69 (la más conocida Yeah Oh Yeah) y dos o tres canciones del último disco (Threeway, California girls, mil veces mejores que en el album).

Lo siento, Merritt: mereció la pena después de todo.

jueves, febrero 07, 2008

Feliz año... de la rata

Se ha dicho un sinnúmero de veces que Nueva York es la capital del mundo. Capital política gracias a la sede de las Naciones Unidas. Capital económica por la importancia de Wall Street en los mercados internacionales. Capital cultural con las decenas de museos, galerías y aspirantes a artistas soñando alcanzar la fama mientras sirven en cualquier restaurante. Pero la condición capitalina de Nueva York resulta más evidente fuera de esa barbarie globalizadora de hoteles de lujo, lounges minimalistas, modelos desnutridas con cara de palo y botellas de champán francés que hacen de Londres, Madrid o París una misma ciudad de tedio continuo. El verdadero Nueva York respira por el tufo de las pescaderías bulliciosas del oculto Chinatown, por los colmados dominicanos de Washington Heights donde uno aprende a distinguir la yuca de la yautía, por las pastelerías y heladerías italianas que van convirtiéndose en caricaturas para turistas, por las tiendas judías de carnes frías y diamantes (por separado), por los mercados callejeros de Harlem donde siempre se escucha música y huele a pollo asado, por los innumerables barrios mexicanos divididos entre los partidarios de las telenovelas de Telemundo y las de Univisión, por los escaparates de Christopher Street repletos de juguetes sexuales. Lo es, en fin, por y para las gentes corrientes que cada día inscriben sus culturas y costumbres sobre las calles y barrios de la ciudad.

En China y en Nueva York hoy es el Nuevo Año Lunar: el año de la rata. Durante esta semana Chinatown se llena de celebraciones, dragones mágicos, dim-sums copiosos, fuegos artificiales interminables y unos misteriosos tubos de cartón que accionan paracaídas de plástico con papelitos colgando. Para nosotros, occidentales, el año empieza cuando empieza el año, el invierno es en invierno y el verano en verano y así una eterna lista de tautologías que no aplican en el resto del mundo. Así, mientras medio mundo celebra el Año, el otro medio se desvive al teléfono intentando conseguir una mesa en el restaurante de turno para celebrar San Valentín.

La semana siguiente sin duda, otro barrio de la ciudad, quizás otros muchos, quizás todos, celebrarán alguna otra tradición extraña y nos recordarán que el mundo es ancho y las culturas cuantiosas. Suerte que todas tengan su pequeño lugar en esta ciudad de ciudades llamada Nueva York.

martes, febrero 05, 2008

Super Tuesday

Hace unos años le preguntaron a Lars Von Trier cómo era posible que planeara hacer una trilogía de películas acerca de la sociedad norteamericana cuando jamás había puesto los pies en Estados Unidos. El director repuso que sabía más de América que de cualquier otro país, con la posible excepción del suyo. A fin de cuentas casi todas las series de televisión, las películas, la música, la publicidad y casi todo lo que nos rodea en Europa es americano o quiere serlo.

Hoy he pensado en cuánta razón tenía Von Trier al insinuar que todos nosotros, europeos, para bien o para mal, tenemos una doble nacionalidad virtual. De hecho, quizás los únicos que no la tengan sean los propios estadounidenses, a quienes jamás se les ocurriría escuchar una canción sin comprender la letra, ni ver una película que no esté en su idioma (aquí no hay doblajes y las películas extranjeras llegan a cuentagotas) ni mucho menos contemplar en la televisión una serie que transcurra fuera de sus fronteras y, pongamos por caso, hable de la sala de urgencia del 12 de Octubre, los policías de Vallecas o las esposas desesperadas del barrio de Salamanca. Nosotros, en cambio, sabemos nombrar los ministros americanos mejor que los propios, conocemos los escudos de sus universidades, las sórdidas historias de sus famosos, las complicadas tramas de sus series de televisión, la melodía de sus canciones sin más letra que las dos palabras que conseguimos distinguir en el estribillo. Y ahora, comparando las portadas de El País con la del New York Times, parece que ya sabemos lo que es el "Super Martes" y seguimos al minuto los resultados de los candidatos en las elecciones primarias para las elecciones de noviembre a la presidencia americana. Y no es cuestión nacional: la portada de Le Monde sigue el mismo camino trasatlántico.

Lo más triste del asunto no es una cierta bi-culturalidad siempre deseable como cura de tanto nacionalismo rancio (español u autonómico) sino su peligrosa falsedad, de la que uno se da cuenta cuando empieza a vivir realmente en Estados Unidos, a convivir con sus gentes y sus costumbres, a beber eggnog y preocuparse por el Credit History. Allá, en Europa, nos hemos inventado una América a base de médicos forenses, salas de urgencia, héroes improbables y ciudades llenas de colorines. Hemos traducido los chistes locales y las costumbres autóctonas por versiones fantásticas que se sitúan a medio camino de todo. No comprendemos la letra y sin embargo tarareamos la melodía.

Kafka, como Von Trier, tampoco estuvo en América y sin embargo decidió situar su primera novela en Estados Unidos. En "El Desaparecido", cuando el protagonista llega en barco desde tierras europeas, ve la Estatua de la Libertad, inmensa, prometedora y con una espada en la mano. Nunca he estado seguro de que se tratase de un error.

lunes, febrero 04, 2008

El regreso

Nueva York sigue siendo tal y como lo dejé hace demasiadas semanas: se ha transformado en algo distinto. Quizás las ciudades nunca cambien por sí mismas sino a través de sus habitantes y la arquitectura sea entonces un diario tangible de este singular compás. En el caso de Nueva York la metamorfosis no es producto sino condición, no es fenómeno sino noúmeno, no es conclusión sino premisa.

Con este espíritu del estreno (de ciudad, de año, de nariz…) he decidido volver a retomar estas páginas virtuales, a las que llevo abandonadas un año exacto, más para ejercitar mi pluma para futuros proyectos y evitar la galopante pérdida de memoria que por afán de llamar la atención, aunque ésta sea siempre bienvenida. Obviamente he decidido ignorar las convenciones del género. Reconozco mi incapacidad para narrar mi vida en un telegrama absurdo, en una lista de cosas y lugares que hacer o visitar antes de morir, en una entrada trufada de faltas de ortografía donde comentar el último cotilleo, pontificar sobre política o resumir trabajosamente todas las noticias publicadas acerca del futuro de alguna materia.

Llegué a la ciudad el miércoles (30 de enero) tras un trabajoso vuelo con escala en Dublín decidido a recuperar esa parte de la rutina cotidiana que tanto extrañé las pasadas semanas. El delicioso café de Joe's (un fuerte café que –como Nueva York- no se acaba nunca). Las tartas de bacalao vegetarianas de Red Bamboo (entrañable contrapunto a los bacalaos del Revuelta madrileño). Los grandes ventanales de la biblioteca de NYU, por donde asoman el Chrysler y el Empire State con sus luces de colorines para encontrarme dormitando apaciblemente. Las matutinas clases de yoga que me terminan de adormecer en la certidumbre de que todo, salvo las sensaciones físicas, viene a ser una pura mentira (especialmente el futuro).

Como si los Reyes Magos me hubieran regalado un Nueva York de Lego, este ficticio fin de semana me lancé al desenfreno de montar y desmontar la isla de un lugar a otro. El jueves (31 de enero) estuve merodeando por la zona del Lincoln Center y al fin descubrí por pura casualidad dos joyas –una cafetería y una tetería- idóneas para escapar de la tiranía Starbucks y concederse una dosis de lirismo. El Café de la Fortuna se vende como una de las muchas madrigueras de John Lenon y todavía mantiene ése ambiente de intelectualidad neoyorquina de los sesenta junto con un jardín que promete largas conversaciones estivales. Alice's Tea Cup es una romántica tetería con mesas de madera estilo rústico y tazas de porcelana, el lugar perfecto para leer una novela victoriana y contemplar de soslayo a universitarias de clase alta leyendo a Hegel con sensualidad. Tras la doble sesión de cafeína y teína, conseguí una mesa sin reserva en Telepan al parecer uno de los mejores restaurantes asequibles según el NYT y que al final no fue ni tan bueno ni tan asequible. La velada terminó en el Metropolitan, donde había conseguido un par de entradas para ver “Hansel y Gretel” aprovechando mi sempiterno descuento de estudiante. La ópera, de un tal E. Humperdinck, resultó bastante soporífera después de todo.

El viernes (1 de febrero) conseguí ver al fin “There Will Be Blood” la última película de Paul Thomas Anderson sobre la que a buen seguro escribiré más adelante.

El sábado (2 de febrero) decidí hacer algo que siempre había pospuesto por alguna razón u otra: una excursión en teleférico hasta Roosevelt Island. El viaje dura menos de cinco minutos y carece de todo glamour pero las vistas del lado este de Midtown son excepcionales. La isla es una ínfima parcela de tierra entre Manhattan y Queens ocupada por edificios residenciales y un único restaurante –Trellis, bastante malo- donde estuve almorzando. Después tomé la línea F del metro hasta Brooklyn Heights, donde había quedado con unos amigos para ir al cine del BAM a ver la película Le scaphandre et le Papillon y cenar en un pintoresco aunque irregular restaurante mexicano llamado Los Pollitos II en el área de Park Slope.